Notas de Opinión, Prensa ; 20 diciembre, 2019 a 12:19 pm

«La faceta más descarnada de los procesos de globalización dejó a individuos y sociedades enteras totalmente incapacitadas para controlar una parte importante de su propio destino».

«Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de los miembros es pobre y desdichado» (Adam Smith)

Durante cuatro décadas, las élites en países ricos y pobres prometieron que las políticas neoliberales conducirían a un vertiginoso crecimiento económico y que sus beneficios se derramarían para todos, incluidos los sectores menos favorecidos por el mismo sistema que, paradojalmente, los asfixiaba. En resumen, era el precio que debían pagar para conseguir el éxito futuro. Ahora que la evidencia está disponible: ¿es de extrañar que la confianza en esas élites y en la propia democracia se hayan desplomado? ¿resulta sorprendente que la respuesta a la crisis del modelo neoliberal -con economías diseñadas para unos pocos- sea la explosión radical del tejido social?

Al final de la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un reconocido ensayo: «¿El fin de la historia?» Allí sostuvo que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Para Fukuyama dos eran los impulsos que servían de motor a la historia: la razón científica, que conduce de manera inexorable al capitalismo y por ende al individualismo y la voluntad de ser reconocidos por los otros. La consecuencia lógica de ambas inercias era el triunfo de la democracia liberal, hegemónica, que determinaría el fin de los grandes acontecimientos humanos, esto es: el fin de la historia. El coro de reverencias hacia sus postulados se hizo sentir con fuerza. En la Argentina de los 90, aquellos cantos se oyeron con gran estrépito.

Incluso en los países más favorecidos se instruía a los ciudadanos bajo el paradigma de que no sería posible aplicar las políticas que tuvieran que ver con una protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado porque el país perdería competitividad y la pirámide de empleo se corroería hasta derrumbarse.

La faceta más descarnada de los procesos de globalización dejó a individuos y sociedades enteras totalmente incapacitadas para controlar una parte importante de su propio destino. El cambio climático, sus causas y consecuencias, dejó el plano meramente discursivo para convertirse en una de las principales banderas de la lucha y acción ciudadana, en especial los sectores de la juventudes vanguardistas, comprometida con una crisis inexcusable que moviliza recursos y personas.

Ante la retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y populistas al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada y hasta ingenua. No lo era. Hoy, la fe neoliberal -y, sobre todo, el dogma de la total desregulación de mercados como reaseguro para alcanzar la prosperidad compartida- está herida de muerte. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es una simple coincidencia histórica. El neoliberalismo lleva casi medio siglo debilitando las bases democráticas.

Contra aquellos pronósticos, legitimados sobre esquemas económicos científicos, racionales y pragmáticos, el crecimiento se desaceleró. Pero antes, sus frutos fueron a parar sólo a unos pocos afincados en la cima de la pirámide. Los ingresos y la riqueza desafiaron la lógica y la física: fluyeron hacia arriba, en vez de derramarse hacia abajo.

El pasado 4 de diciembre, se celebró 33 aniversario de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, es buen momento para reflexionar sobre como intensificar los esfuerzos para combatir la desigualdad económica. Datos provistos por Naciones Unidas, muestran que el 10% más rico de la población mundial, gana hasta el 40 % del ingreso total y 800 millones de personas, casi en forma invisible, viven en la pobreza extrema. Cabe preguntarnos entonces ¿no se encuentra amenazada también la paz social y la seguridad? ¿resulta posible pensar que la «contención» salarial y la reducción de programas y políticas públicas pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida actuales? ¿la ciudadanía tiene derecho a sentirse estafada?

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la democracia y, sin duda, en una parte de la ciencia económica que dio sustento a cada una de esas medidas. Pero la realidad es que más allá de su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. En nada se pareció a la «sociedad abierta» que predicaba Karl Popper, conocido por su vigorosa defensa de la democracia liberal, desde los mediados del siglo XX. La ortodoxia intelectual, transformada en demagogia y sofismo, se impuso frente al disenso de economistas con ideas heterodoxas, condenándolos al escarnio académico y público.

El camino del «renacimiento de la historia» debiera construirse sobre el cambio paradigmático que supone prestar la atención suficiente a las movilizaciones masivas que se producen en los más variados países y ciudades del planeta, y que claman por un viraje hacia el desarrollo con inclusión. Un nuevo pacto social cuya cláusula fundamental provea las bases de la convivencia democrática, en donde el diálogo entre quienes piensan distinto sea la regla y no la excepción y la formulación de un «Estado Nuevo», heterodoxo en materia económica, que sin interferir en la potencialidad creativa de los emprendedores -pues son estos quienes tienen la capacidad y condición «natural» para generar riqueza- debe ser un firme garante de la equidad en la consecución del bienestar ciudadano.

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