Notas de Opinión ; 11 julio, 2019 a 12:20 pm

Conceptualización y evolución del término “Cultura”.  

 

El concepto, de carácter centralmente antropológico, ofrecido por Edward B. Taylor en el siglo XIX sobre la cultura fue decisivo para la delimitación terminológica de las ciencias sociales y humanas que, por entonces, se presentaban como emergentes.

A partir de esta idea se han formulado múltiples interpretaciones que a lo largo del tiempo han dado lugar a corrientes tales como los culturalistas, los estructuralistas, los funcionalistas, los simbolistas, los materialistas históricos, los psicoanalistas, los antropólogos interpretativos, hasta incluso los postmodernos, entre otras tantísimas formulaciones teóricas que pretenden dar una explicación acabada del concepto/fenómeno.

De esta forma, el concepto de cultura, en su sentido más amplio, alude al conjunto de creencias, conocimiento, técnicas y tradiciones que conforman el patrimonio de un determinado grupo social, lo que lleva a que algunos antropólogos prefieran denominarla simplemente como “herencia social”, porque se recibe de los antepasados, no sólo en formato de ideas intangibles sino también de aquello que ha sido creado por el hombre y que podemos identificar como “hecho cultural”. (Valdés de Martínez, 1998)

Nos encontramos aquí frente a un contenido marcadamente social del propio hecho cultural. Este adquiere aún mayor fuerza desde la visión que aporta la Sociología de la Cultura, interesada en la dimensión cultural de la realidad social, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX.

A pesar de que tradicionalmente la cultura era considerada, desde una perspectiva más genérica, como un aspecto consustancial a cualquier acción humana, y hasta una fuente misma de la propia humanidad, a lo largo del proceso evolutivo de cada comunidad, el fenómeno cultural se fue complejizando, determinando a su vez campos más específicos y particulares.

En el marco de este desarrollo histórico-social, merece una breve referencia la denominada “cultura de masas”. El mismo, desde la óptica del sociólogo Edgar Morin, produce dos procesos complementarios e inseparables (sobre todo durante los años treinta del siglo pasado), directamente vinculados al concepto de “industria cultural”[1]: por una parte, la “multiplicación pura y simple”, sea de los flujos informativos como de los destinatarios de los mensajes; por otra, la vulgarización de sus contenidos, es decir, su preventiva “transformación para la multiplicación”, saturándola de estereotipos, gracias al rol definitorio de los medios de comunicación de gran escala y difusión (Abruzzese, 2003)

Arte y Cultura: sociedad indisoluble

             Un concepto habitualmente asociado al de “cultura”, es sin dudas el de “arte” que, aunque muchos utilizan ordinariamente como sinónimos, entrañan una diferencia relevante. Lo cierto es que la cultura posee una serie de características: es aprendida, es inculcada y es adaptativa; mientras que el arte es una forma de manifestación estética de la cultura; por lo que llega a ser el elemento representativo por excelencia de un contexto cultural en tanto que nos muestra el plexo axiológico y elemental que estructura una sociedad determinada. (Valdés de Martínez, 1998)

Así, tal como tiene dicho Juan Acha (1988), podemos afirmar que las artes son fenómenos socioculturales que pueden explicarse a través de contextos históricos, sociales, económicos y políticos particulares, donde se constituyen y desde donde a la vez se interpreta su lenguaje singular y creativo.

 Políticas culturales: perspectiva sociológica.

Más allá de la numerosa cantidad de conceptualizaciones posibles cuyo detalle excedería el objeto del presente trabajo, Néstor García Canclini, desde una perspectiva sociológica define a las políticas culturales como “el conjunto de intervenciones realizadas por el Estado, instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población y obtener consenso para un tipo de orden o de transformación social” (García Canclini, 1987).

Bajo ese concepto, además podemos afirmar que existen clasificaciones de diversa índole respecto de dichas políticas, según se ponga el acento en sus propios objetivos, los actores intervinientes o en el sujeto destinatario de estas. Partiendo de esta idea, nos referiremos a la tipificación realizada conjuntamente por Ricardo Santillán Güemes y Héctor Olmos en relación con el objetivo o finalidad que busca conseguir.

En este sentido podemos hablar de políticas culturales:

  1. a) Patrimonialistas: las que pretenden principalmente la conservación, desarrollo e intercambio del acervo cultural, como producto final del trabajo de los artistas de profesión.
  1. b) Difusionistas: aquellas que buscan fundamentalmente la difusión y promoción de valores de la “alta” cultura, el estímulo de la participación y la creatividad. Aquí se evidencia un nexo con el concepto de “industrias culturales”, al que ya nos hemos referido.
  1. c) Democráticas: que privilegian la participación popular creativa en torno a las necesidades que le son propias y particulares. Aquí se pone énfasis en la actividad, incluso en detrimento de la obra o producto final. Pluralidad, convivencia y amplitud, resultan conceptos clave bajo esta perspectiva. (Santillán Güemes y Olmos, 2004)

En principio, podemos decir que estos tres tipos diferentes de políticas o acciones culturales no son excluyentes, puesto que tanto un proyecto artístico particular como una institución encargada de diferentes áreas o rubros de gestión cultural, puede garantizar el cumplimiento de los objetivos primordiales de todas y cada una de las categorías descriptas. Sin embargo, resulta sumamente valioso a los fines analíticos evaluar las causas de que tal o cual Estado asuma como propia, por fuera de dicha integralidad, sólo un tipo de política cultural.

Ello permitiría, desde nuestra perspectiva, determinar los fines u objetivos que persigue ese Estado con sus políticas culturales, lo que muchas veces se encuentra lejos de la intención unívoca de construir un fenómeno artístico particular e identitario, esto es, ofrecer un espacio naturalmente cultural, sino que radica en la voluntad de montar un modelo político desde sus bases y dotarlo de legitimidad popular.

Por otra parte, el arte y la cultura popular que surge y se desarrolla en determinado momento histórico, también aporta cierta claridad respecto del clamor ciudadano que se vislumbra en tal contexto: las luchas, los deseos y la vida misma.

Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983)

             A partir del golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, se produjo una clara ampliación y sistematización del accionar represivo tanto de las fuerzas armadas, como policiales que ya se había iniciado en años anteriores. Asimismo, pudo advertirse un fortalecimiento de los mecanismos de control autoritario sobre la sociedad. Todo ello supuso un plan complejo que suponía un camino lento, con muchos cambios y que abarcaría al total de nuestra nación.

A estos efectos, el poder fue ocupado por una junta militar integrada por los comandantes de las tres Fuerzas Armadas, sucediéndose cuatro juntas militares en el período, quienes delinearon su poder básicamente sobre el llamado terrorismo de Estado, la constante violación de los Derechos Humanos, la desaparición y muerte de miles de personas, la apropiación sistemática de recién nacidos y otros crímenes de lesa humanidad.

Los adalides del Proceso tuvieron desde un principio un claro objetivo: construir e imponer un proyecto basado en la afirmación de un modelo de país acorde con sus principios morales e ideológicos conservadores, autoritarios y antidemocráticos. Ello resulta imposible sin un sustento ideológico-cultural suficientemente adicto a dichos postulados, que de por resultado una masa acrítica que corre el riesgo de consumir, exenta de cuestionamiento alguno, todo aquello que, bajo el concepto de cultura, se le ofrece a través de una multiplicación simple y vulgar de su contenido en tanto manifestación artística “oficial”.

Arte en tiempos de autoritarismo

Sin lugar a duda las distintas manifestaciones artísticas sufrieron el negativo impacto de la imposición autoritaria de la dictadura y cada una de sus acciones destinadas a “regular” el curso creativo en nuestro país. Tomaremos como ejemplo tres rubros: el cine, el teatro y la música (en particular el rock como género de referencia).

En 2005, Fernando Varea, Comunicador Social de la Universidad Nacional de Rosario decía que “la censura puso trabas no sólo en la exhibición, sino incluso en la gestación de las películas, entre otras cosas proscribiendo actores (…)». En épocas de dictadura proliferaban películas con temas extemporáneos, actuaciones de dudosa calidad bajo la guía de improvisados directores con un sesgo tradicionalista incluso en el modo de filmar. Se trata de «un cine lavado, un cine que evidentemente, a veces brutalmente, ha pasado por muchos filtros” afirma Varea. El cine se encontraba imbuido de fines propagandísticos respecto del régimen que intentaba mostrar una suerte de “cultura oficial” antisubversiva, esto es un “ser nacional” absolutamente ajeno a la realidad por la que atravesaban los argentinos[2]. Salvando algunas excepciones[3], las esquirlas del Proceso sumadas a que las décadas posteriores no fueron los más prósperos para la industria cinematográfica, concluyeron en trabajos que luchaban entre la confusión de sus propios contenidos y conceptos, bajo una profunda crisis de identidad, sobre todo hasta finales de la década del 90. Será recién con la sanción de la “Ley de Cine” que obligaba al video y a la televisión a aportar dinero para financiar películas argentinas y establecía los regímenes de coproducción internacional, cuando la filmografía argentina tomó un nuevo impulso[4], surgiendo una nueva generación de creadores que lo renovaron, estética y argumentalmente.

Por su parte, el teatro resultó ser trinchera frente a la dictadura del 76. Innumerables fueron las obras, actores y espacios “no convencionales” de representación que dieron pelea abierta a los ataques del autoritarismo militar de la época. Uno de estos ejemplos fue el ciclo que inaugurara en julio de 1981, Jorge Rivera López y que perduró hasta 1985, con una proclama escrita por Carlos Somigliana y que explica claramente el sentir común de estos espacios: «¿Por qué hacemos Teatro Abierto? Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino tantas veces negada; porque siendo el teatro un fenómeno cultural eminentemente social y comunitario, intentamos mediante la alta calidad de los espectáculos y el bajo precio de las localidades, recuperar a un público masivo; porque sentimos que todos juntos somos más que la suma de cada uno de nosotros; porque pretendemos ejercitar en forma adulta y responsable nuestro derecho a la libertad de opinión; porque necesitamos encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas chatamente mercantilistas; porque anhelamos que nuestra fraternal solidaridad sea más importante que nuestras individualidades competitivas; porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle; y porque, por encima de todas las razones, nos sentimos felices de estar juntos.» (Koss, 2007)

En este mismo contexto el rock nacional ocupó un lugar preponderante. Y es que, paradójicamente, durante la dictadura militar tuvo un rol decisivo y un crecimiento acelerado debido al propio accionar de la censura y el discurso militar que se basaba en la lucha contra un supuesto “enemigo”. Resulta interesante observar que el primer enemigo creado por la junta militar era el “joven”[5], que por su adicción al rock se convertiría en subversivo, por ser sinónimo de marxista, en tanto encarnaba un movimiento contracultural que proponía una identidad desafiante hacia la propia ideología de los militares. No obstante, en el año 1982 cuando se declara la guerra contra Inglaterra por Malvinas, surgió otro enemigo, pero ahora con una perspectiva centralmente externa. “El régimen entendió que necesitaba el apoyo de los jóvenes, por lo que de ser enemigos pasaron a ser convocados a colaborar con el régimen cediéndoseles espacios públicos para persuadir a la población[6], a través de su música, a apoyar la guerra. Si bien el régimen parecía tener claro que la música cumplía una función social y política importante, no contó con que, lejos de apoyar la guerra y el discurso épico de los militares, el rock nacional usaría ese mismo escenario para resistir, disentir y expresar su solidaridad (…)” (Favoretto, 2014).

Esto lleva a preguntarnos si se trataba verdaderamente de jóvenes “confundidos”, tal como solía adjetivar la Dictadura. Todo lo contrario, como ni la escuela ni las universidades eran un lugar apto para la expresión, los conciertos masivos eran el momento y espacio ideal para ello, y es allí donde se proponía la creación de una suerte de “identidad colectiva” (Favoretto, 2014) que con ironía y masividad desafiaba al régimen impuesto[7].

Fue en esta misma época en que comenzaron a surgir las lamentablemente célebres “listas negras”. Así, la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) redactó un documento secreto denominado “Antecedentes ideológicos de artistas nacionales y extranjeros que desarrollan actividades en la República Argentina”. Allí se decía, por ejemplo, que “la musicoterapia ha demostrado la incidencia de la música en la conducta de los individuos como consecuencia de la existencia de componentes sugestivos, persuasivos y obligantes en la misma” y que para concientizar a amplios sectores de la población, la subversión inició una tarea tendiente a lograr transformar en COMUNICADORES LLAVE, esto es, personas de popularidad relativa en los medios artísticos, cuyo accionar –siguiendo la concepción soviética del rol de escritores y artistas– es el de verdaderos ingenieros del alma” (Bertazza, 2008).

 

Dictadura vs. Cultura.

             En primera instancia, podemos decir que no todas las políticas autoritarias ejercidas sobre el campo cultural por la última dictadura militar en nuestro país eran del todo novedosas.

Ya existía en la Argentina una fuerte reacción frente a los movimientos de la modernidad, sobre todo a partir de la década del 60, lo que hacía crecer la tensión con el tradicionalismo más ortodoxo propugnado por los movimientos dictatoriales. Así, en principio, se observan algunas continuidades con acciones implementadas por el gobierno militar precedente (que transcurrió entre 1966-1973), especialmente a través del uso de la censura sobre obras y artistas que pudieran afectar a la llamada y pregonada “civilización occidental y cristiana” (Barandiarán, 2016). Pese a ello, varios reaccionarios de este régimen continuaron en la clandestinidad promoviendo su arte[8], aún contra la furibunda persecución del Gobierno de Onganía.

A partir de 1976, la Junta Militar profundizó el camino por el que sinuosamente transitaba nuestro país y señaló entre sus objetivos básicos “sostener la vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad de ser argentino”. Esto no sería una tarea fácil, pues para ello debía destruirse todo atisbo de “subversión”, que se había convertido tanto en un enemigo real como cultural, el cual debía atacarse sin pausa y con todo el peso que la estructura estatal podía proveer.

Tal como relata Barandiarán (2016), este esquema organizado frente a la cultura argentina de la época quedó absolutamente manifiesto gracias al hallazgo en el año 2000 en el ex Banco Nacional de Desarrollo (Banade) de documentos secretos y reservados de la Dictadura sobre la represión ilegal. Como parte de esta estrategia, uno de estos informes especiales expresaba concebir a “la cultura argentina como producto del legado recibido de la cultura hispanoamericana, que a partir de la emancipación se habría desarrollado hasta adquirir su fisonomía”. Eran sus mejores valores espirituales lo que amenazaba la “subversión” con la intención de obtener su desintegración y reemplazarla. Ello puso en marcha una estructura en la que el Ministerio de Cultura y Educación debía dirigir el proceso cultural, mientras que el Ministerio del Interior debía ocuparse de los medios de comunicación. De esta manera se centralizaba el contralor cultural no sólo de los medios y de manifestaciones artístico-culturales (unas más vigiladas que otras, con relación al impacto relativo de las mismas según la óptica de los censores), sino incluso de aquellos ingenuos textos escolares, hasta el paroxismo de prohibir explicaciones sobre el “cubismo” por hacer apología de Cuba, o vetar libros de matemática moderna por hacer referencia a la “teoría de los conjuntos”.

Pero no bastaba con detectar al “enemigo”, sino que debía accionarse en consecuencia, tanto contra su obra como contra su persona y espacios. Los mecanismos se distribuían no sólo en estrategias concretas y palpables mediante la confección de listas negras, detenciones, torturas y desapariciones forzadas de los artistas que osaran desafiar los postulados dogmáticos impuestos por la Dictadura, sino también en prácticas retóricas a través de discursos que promovían el odio al enemigo con una oratoria triunfalista y una abstracción exagerada para con los conceptos y consignas mesiánicas. El silencio del lenguaje y la proliferación de frases hechas (como el “por algo será…” de uso común en la ciudadanía) resultaron consecuencias lógicas de esta violencia real y simbólica.

Conclusiones

Lo expresado a través del presente trabajo permite reconocer el carácter formativo de la cultura en todo proceso social y entender que tanto ella, como sus diferentes manifestaciones artísticas, son consecuencia de los fenómenos a los que asiste el individuo y que estructuran su propio ser. Más allá de constituir un vehículo necesario de expresión, ellos permiten, desde un punto de vista analítico sobre tal realidad, clarificar sus valores, sus pugnas ideológicas y sus principios determinantes como comunidad.

Más allá de su innegable impacto negativo, el carácter represivo de la última dictadura militar argentina no logró destruir el desarrollo de la cultura popular, sino sólo contenerlo temporalmente, con fisuras, por cierto. Fue la democracia la que abrió repentinamente la puerta hacia la liberalización de los procesos creativos. Pero estos nunca frenaron su cometido, sino que emergieron con mayor fuerza a partir de 1983, constituyendo a su vez una comunidad artística de particulares características y con un alcance que excedió las propias fronteras nacionales, acompañando movimientos que paralelamente fueron desarrollándose en el resto de Latinoamérica.

La cultura fue entonces acción y reacción a un mismo tiempo. Pues mientras el Estado represivo pretendía legitimarse a costa de políticas culturales diseñadas sobre preceptos ultraconservadores, el pueblo hervía como nunca en su espíritu creativo e innovador, con una producción cultural que para catapultarse sólo necesitaba de la libertad que la democracia ofrecería 7 años después, y que se consolidaría paulatinamente con el transcurso de los años, sin estar exento de avances, retrocesos, y debates ideológicos que aún hoy persisten.

Un hecho, inédito hasta entonces, ocurría en nuestra realidad institucional que había oscilado cíclicamente entre períodos democráticos y dictatoriales. A partir de su recuperación en 1983 y hasta la fecha se sucedieron transiciones entre facciones político-partidarias de diferente color e ideología, pero con el denominador común de la democracia. Por tanto, no existe excusa ni justificación para evadir la enorme responsabilidad de todo gobierno en construir políticas culturales democráticas y participativas que permitan sostener sus valores y construir una valla de contención frente a cualquier atisbo de autoritarismo.

Sergio Bruni.

Docente Universitario. Posgrado en Historia y Análisis Político.

 

 

Bibliografía

 

ABRUZZESE, Alberto (2003) “Cultura de Masas”. Universidad La Sapienza. Roma, Italia. Disponible en:

https://revistas.ucm.es/index.php/CIYC/article/viewFile/CIYC0404110189A/7316

 

ACHA, Juan (1988). “El Consumo Artístico y sus efectos” Ed. Trillas. México.

 

BARANDIARÁN, Luciano (2016) “El impacto de la última dictadura sobre la cultura (1976-1983)”. Disponible en:

https://www.unicen.edu.ar/content/el-impacto-de-la-%C3%BAltima-dictadura-sobre-la-cultura-1976-1983

 

BERTAZZA, Juan Pablo (2008) “Si se calla el cantor”. Radar Suplemento de Página 12. Disponible en:

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-4990-2008-12-16.html

 

FAVORETTO, Mara (2014) “La dictadura argentina y el rock: enemigos íntimos”. Universidad Católica de Chile, Resonancias vol. 18, n°34. Disponible en:

http://resonancias.uc.cl/es/N-34/la-dictadura-argentina-y-el-rock-enemigos-intimos-es.html

 

GARCÍA CANCLINI, Néstor (1987) “Políticas culturales en América Latina” Ed.

Grijalbo. México. Disponible en:

https://antroporecursos.files.wordpress.com/2009/03/garcia-canclini-n-bruner-j-j-y-otros-1987-politicas-culturales-en-america-latina.pdf

 

KOSS, María Natacha (2007) “Teatro y Dictadura”. Disponible en:

http://www.alternativateatral.com/nota147-teatro-y-dictadura

 

SANTILLÁN GÜEMES, Ricardo y OLMOS, Héctor Ariel (2004) “El gestor cultural: ideas y experiencias para su capacitación” Ed. CICCUS; Buenos Aires, Argentina. Disponible en:

https://arteygestion2014.files.wordpress.com/2014/08/libro-el-gestor3-completo.pdf

 

VALDÉS DE MARTÍNEZ, Sara Carmen (1998). “Introducción al arte”. Ed. Libros del Arrayán. México.

 

VAREA, Fernando G. (2005). “El fantasma de la libertad”. Revista de cultura, Lote Nº 94.

 

[1] El concepto de “industria cultural” fue evolucionando desde su surgimiento en manos de Theodor Adorno y Max Horkheimer, exponentes de la Escuela de Frankfurt, hasta su desarrollo actual como producto de la emergencia del capitalismo financiero y el modelo neoliberal, incorporándose además el concepto de “industrias creativas”. Así la UNESCO en 1978 las definía de la siguiente forma: «Las Industrias Culturales son aquellas industrias que combinan la creación, la producción y la comercialización de contenidos creativos, los cuales son intangibles y de naturaleza cultural. Los contenidos se encuentran protegidos por derechos de autor y pueden tomar la forma de bienes o servicios. Dentro de las industrias culturales por lo general se incluyen industrias como la imprenta, la editorial y la multimedia, la audiovisual, la fonográfica, la cinematográfica, así como la artesanía y el diseño. (…) Las Industrias Creativas, por su parte, abarcan un conjunto más amplio de actividades las cuales contienen a las actividades propias de las industrias culturales más todas las producciones de carácter cultural o artístico. (…) En las industrias creativas, los productos o servicios contienen un elemento sustancial de valor artístico o de esfuerzo creativo, e incluyen actividades tales como la arquitectura y la publicidad”.

[2] Películas como “Comandos azules» de Emilio Vieyra, «La mamá de la novia» de Enrique Carreras, entre otras, buscaban transmitir una falsa idea de país ordenado, civilizado y en paz, gracias a las “virtudes” que promovía el Proceso.

[3] “La Historia Oficial”, de Luis Puenzo, que incluso ganó un Oscar a la Mejor Película Extranjera.

[4] “Nueve reinas” de Fabián Bielinsky, “La Ciénaga” de Lucrecia Martel, “El hijo de la novia” de Juan José Campanella, entre otras.

[5] Los jóvenes de la época conformaron “un movimiento musical con una tradición de enfrentamiento al sistema, como ámbito de sostén de identidad, en un período histórico en el que toda expresión era cuestionada” (Favoretto, 2014)

[6] Se prohibían las letras en inglés, como parte de la construcción del nuevo enemigo externo.

[7] Massera decía que la Junta Militar gobernaba “a partir del amor”. Charly García le contestó irónicamente organizando el “Festival del amor” en 1977 en el Luna Park que, sin posibilidades de publicidad masiva, agotó localidades.

[8] Ejemplo de ello son las numerosas exhibiciones en fábricas y clubes barriales del largometraje “La hora de los Hornos” de Getino y Solanas.

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