Notas de Opinión, Prensa ; 1 agosto, 2021 a 8:21 am

El episodio protagonizado por Juan Carlos Onganía al asumir como jefe del golpe militar contra Arturo Illia, en la noche del 29 de julio de 1966 en las principales facultades de la Universidad de Buenos Aires. Desalojó por la fuerza a estudiantes y docentes.

Bastones largos, mentes estrechas

Días después que fuera derrocado uno de los grandes presidentes de la historia institucional argentina, Arturo Umberto Illia, la entonces dictadura militar, autotitulada «Revolución Argentina» comandada por el General Onganía, jefe de aquella banda ilegal, ordenó a la Policía Federal irrumpir en la noche del 29 de julio de 1966 en las principales facultades de la Universidad de Buenos Aires y desalojó por la fuerza a estudiantes y docentes. Esa «Noche de los Bastones Largos», como se la conoce por las armas que usó la policía para golpear a hombres y mujeres indefensos que protestaban contra la intervención militar en las universidades, fue un punto de quiebre para la ciencia y la educación universitaria argentinas.

Explica el sociólogo mendocino Roberto Follari: «Esa noche chocaron dos modelos de país: «Los universitarios tenían un proyecto de país crítico, deudor de la línea nacional de ciencia y tecnología, en cambio, el que quería y logró imponer Onganía fue el del silencio y la imposibilidad de crítica».

La Noche de los Bastones Largos «significó una de las primeras grandes expulsiones de universitarios y científicos de nuestro país», lamenta Follari, haciendo referencia a la «fuga de cerebros» que sucedió luego.

Ese mismo día el régimen militar había puesto en vigencia el decreto ley 16.912 que intervenía las universidades, derogaba la autonomía, el gobierno tripartito y exigiendo que tanto rectores como decanos se subordinasen al Ministerio del Interior. Las autoridades universitarias disponían de 48 horas para acatar lo resuelto. Inmediatamente se convocó a los consejos directivos y los estudiantes se movilizaron para tomar las facultades en señal de protesta. Onganía no respetó el plazo de 48 horas y esa misma noche ordenó a la Policía Federal que reprimiera bestialmente.

La jornada del 29 de julio se conoció como «La noche de los bastones largos». Así tituló en tapa la revista Primera Plana. La referencia histórica fue «La masacre de San Bartolomé» (el asesinato en masa de protestantes calvinistas en el París en el siglo XVI) y, por supuesto, «La noche de los cristales rotos», la orden de Goering de destrozar las vidrieras de los negocios judíos. Diez años después de «La noche de los bastones largos», llegará «La noche de los lápices», el secuestro y muerte de estudiantes secundarios en La Plata. Otro ciclo histórico del «Corsi e ricorsi» -tal como lo formulara Giambattista Vico- de la violencia institucional en argentina.

El centro del operativo fueron las facultades de Ciencias Exactas y de Filosofía y Letras, consideradas por los militares como verdaderos nidos de comunistas. Las imágenes que quedaron grabadas en la historia y que recorrieron el mundo, registran las escenas en que estudiantes y profesores salen de la facultad de Exactas. Era de noche, hacía frío y las luces y sombras de la escena permiten registrar el contraste entre los jóvenes con las manos en alto y los policías apuntándolos con armas largas.

Las declaraciones de los participantes de aquellas jornadas académicas coinciden en admitir que los policías repartieron garrotazos sin contemplaciones. Según palabras de los protagonistas de la época, armaron una suerte de pasillo y todos los que pasaron por allí recibieron garrotazos y patadas a granel. Nadie se salvó, incluso las autoridades docentes, en particular el decano de Exactas, Rolando García y el vicedecano, Manuel Sadosky, dos eminencias científicas que recibirán grandes distinciones en universidades extranjeras como contrapartida de los palazos propinados grotescamente por la dictadura imperante en su patria

Como consecuencia, más de 300 científicos argentinos, formados y capacitados con recursos nacionales, se fueron del país. Las renuncias de docentes superaron las 1.500. En cualquiera de los casos, la sangría académica fue impresionante. El rector designado en la UBA por la dictadura, Luis Botet, no pensaba lo mismo. El día que asumió sus nuevas funciones declaró: «la autoridad está por encima de la ciencia». Ideología tan absurda como idiota.

Ese 29 de julio quedó registrado en la historia como uno de los actos de barbarie más brutal en un país que ya empezaba a acostumbrarse a la violencia. Han transcurrido 55 años de aquellas penosas jornadas, pero muchos de los problemas estructurales de la educación superior que padecemos provienen de entonces.

Entre 1956 y 1966 la universidad reformista había vivido un tiempo de esplendor. Se creó el Conicet y se fundó la editorial Eudeba, que publicó más de once millones de libros a precios accesibles.

La universidad pública se distinguía no sólo por la calidad de los profesionales que preparaba, sino por las instituciones científicas que fundaba y los proyectos de investigación que desarrollaba. La derecha militar acusó a esa experiencia como comunizante y atea, mientras la ultraizquierda la impugnaban por «cientificista», es decir, una institución que en nombre de la ciencia se desentendía de los problemas nacionales.

La noche de los bastones largos no sólo proyectó sombras en la educación, fue el punto de partida que arrojó a la ilegalidad y a la violencia a toda una generación. Un mes y medio después, en las calles de Córdoba fue asesinado el estudiante Santiago Pampillón. Luego seguirían la muerte de otros estudiantes.

Después de los palos, la sangre. El debate sobre lo ocurrido en los años siguientes y el rol de las generaciones más jóvenes podrá discutirse, pero en todos los casos desde 1930 a la fecha, la violencia y la ilegalidad exhiben hechos dramáticos y símbolos marcados a fuego: «La noche de los bastones largos», es uno de ellos.

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