Notas de Opinión, Prensa ; 3 noviembre, 2013 a 10:28 am

30 de octubre de 1983, recuperábamos la democracia en la Argentina. Con el 52% de los votos era electo Raúl Alfonsín y la Unión Cívica Radical llegaba al gobierno haciendo algo que parecía imposible: derrotar al PJ en las urnas.

En estos días muchos y variados han sido los análisis y las conclusiones que ha realizado el periodismo especializado, pero también mis propios correligionarios con los que compartiera aquéllos días de explosión democrática.

Simplemente, a partir de la oportunidad que el medio me ofrece y atreviéndome a discurrir sobre la denominada “primavera alfonsinista”, me gustaría  expresar en pocas palabras mi visión sobre el proceso de transición hacia la democracia que inevitablemente surge en mi memoria.

La campaña electoral había sido ardua y extensa. No sólo los Partidos debían convencer a un electorado que se mostraba ávido de participar, sino que además debían organizarse luego de la larga noche que viviera la institucionalidad argentina.

Los desafíos políticos que enfrentaba la Argentina no eran menores: salir de una derrota militar en el extremo sur nacional, un proceso inflacionario creciente, una deuda externa que asfixiaba a la economía, una ley de autoamnistía sancionada por el gobierno dictatorial (que exculpaba a los militares de los delitos cometidos contra los derechos humanos), y el nuevo proceso económico mundial liderado por el pensamiento conservador neoliberal a partir del consenso de Washington, entre otros.

El país respiraba política. En cada esquina, en cada bar, en el trabajo, en las oficinas, en el supermercado, se hablaba de ello y los actos políticos se multiplicaban en cada pueblo y  ciudad. Las nuevas formas de publicidad política comenzaban también a desarrollarse, adquiriendo relevancia por primera vez los medios de comunicación audio visual.

En ese fárrago electoral, surgía la figura de un hombre que supo expresar los anhelos de la mayoría del pueblo argentino. Las ideas claras, las convicciones firmes, la verba encendida, el discurso vibrante, su convocatoria a la unidad nacional, hicieron que los argentinos – que hasta ese momento se habían expresado a favor de los candidatos de Perón y Evita – miraran con simpatía, expectativa y esperanza a ese hombre que desde la tribuna convocaba a todos a marchar con el objetivo de realizar los fines que el Preámbulo de nuestra Constitución proponía.

Quiero recordar con especial atención aquel 30 de octubre de 1.983 y lo que significó la decisión electoral de los argentinos respecto del sostenimiento de los derechos humanos. Raúl Alfonsín levantó, entre otras, la bandera del respeto por los mismos. Siendo cofundador de la APDH (Asamblea por los Derechos Humanos) se comprometió – si era electo Presidente de los argentinos -, a derogar esa ley de autoamnistía que la dictadura había impuesto a nuestra sociedad, contraponiéndose al apoyo que el PJ había brindado para el dictado de esa norma a través de su candidato presidencial Italo Luder.

Las propuestas que desde la UCR se efectuaban, y que movilizaban a miles de militantes en cada pueblo o ciudad de nuestro país, tenían como norte la reivindicación de banderas históricas del progresismo: el respeto al Estado de Derecho, la observancia de la división de poderes, el cumplimiento de las autonomías provinciales, la prosecución de la justicia social, la búsqueda de la igualdad de oportunidades, el fin de las hipótesis de conflicto con Chile y Brasil, la unidad latinoamericana y la creación de un bloque de países deudores para renegociar la deuda externa, la investigación y juzgamiento de las juntas militares, la recuperación de la autonomía y el cogobierno universitario, la libertad y pluralidad cultural, entre otras.

Raúl Alfonsín reivindicaba a la democracia como ese sistema de vida que hasta el momento – tanto desde la derecha como desde la izquierda, o desde el peronismo como movimiento corporativo – se había cuestionado y menospreciado.

Ese fue el principal desafío de aquél gobierno, sostener la continuidad democrática. Ese gobierno nacía con la fortaleza del voto popular, pero a su vez era víctima de los propios anhelos de una sociedad muy castigada, que necesitaba de respuestas rápidas y concreciones urgentes.

Con el paso del tiempo y la perspectiva histórica, pudimos apreciar con justicia la faena épica de un hombre que con honestidad republicana, bien merece el título con el que se lo honra: “el padre de la democracia”. Alfonsín garantizó su continuidad aún a costa de conspirar sobre sus propios intereses personales, renunciando a terminar su mandato en la fecha prevista.

Los que heredamos su mandato todavía hoy creemos que con la democracia se cura, se come, se educa. Todavía hoy creemos que las instituciones de la República son las que desde su fortalecimiento nos harán un país desarrollado y próspero. Todavía hoy y por convicción ideológica apostamos la vida a la paz, y a la profundización de la democracia y de las libertades.

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