

13/08/2008 |
En estos tiempos de auge de los sistemas de información, en los que las discusiones más frecuentes suelen realizarse a través de herramientas que optimizan los procesos de acceso a la misma, no resulta extraño observar que esos nuevos instrumentos han reemplazado definitivamente el “anacrónico intercambio epistolar”.
Sin embargo ha sido precisamente una carta la que inició el intrincado proceso legislativo que más interés ha despertado en la sociedad argentina de los últimos años.
No contenía esa carta aseveraciones grandilocuentes, no era ni lejanamente propia de un ensayo político, era tan sólo eso, una carta.
Escrita con sencillez, fraguada en un ámbito familiar y conteniendo tan sólo una exhortación al diálogo necesario en toda democracia, el diálogo que debían garantizar los representantes del pueblo en su ámbito natural.
El desenlace ampliamente conocido ha vuelto el país a sus preocupaciones habituales, a los problemas tradicionales.
Esos que en muchos de los casos siguen sin resolverse.
Pero también es cierto que la República herida sintió alivio. Y en eso quiero detenerme y preguntar, ¿cómo puede entenderse que la consecuencia inmediata de tan traumático proceso sea la calma?
Después de cien días de enfrentamientos, cuando la ausencia de diálogo entre las partes había iniciado una espiral de gestos preocupantes, eran esperables tanto un festejo irresponsable de los favorecidos, como una reacción violenta de los perjudicados por la decisión del Congreso.
Pero, sorpresivamente, la prudencia reinó entre los beligerantes y la calma se expandió por el suelo patrio.
El país observó a sus representantes, los escuchó atentamente en sus argumentaciones, reflexionó al tiempo que ellos le compartían sus reflexiones, y con sentido común bendijo que sus representantes los representaran con dignidad desde las diversas posiciones. Fueron escuchados, descubiertos, mirados y admirados. Fueron congresistas después de tanto tiempo.
Hacia el final del histórico debate, apasionado y apasionante, dramático, pleno de apelaciones a principios y convicciones, confieso que, en esos instantes ante la inminencia del pronunciamiento de Cobos, levanté la vista y tuve la impertinencia de pedir un deseo. Intuyo que muchos lo pedimos.
En su último libro Argentina Ciudadana, Sergio Bergman hace una comparación entre la Constitución y la torre de Babel que resulta muy significativa para trazar un paralelismo con el ruego expresado en la carta del Vicepresidente, “todo poder dedicado a construir el bien común es recordado y lo hace trascendente”, dice el rabino. “Es tiempo de sumar consensos y no votos”, decía Cobos.
Estamos recuperando ese lugar de construcción del bien común que es el Congreso Nacional, nos hemos encontrado atendiendo las posiciones antagónicas y hemos comprendido que ese es el ámbito de la esperanza.
El Vicepresidente de la República pasará, ¡pero el Congreso regresó para quedarse!
Llevamos un cuarto de siglo de aprendizajes en los que hemos vivido procesos pendulares entre el optimismo y la decepción.
Muchas veces hemos adoptado conductas histéricas que, vistas en retrospectiva, nos mueven a la vergüenza.
Quizás la explicación se encuentre en haber ignorado el espíritu de la República. Durante décadas nos resultó mas fácil entregarnos a la conducción de la persona providencial y nos olvidamos en muchos casos de las responsabilidades compartidas o de que el único lugar donde nuestra diversidad podía conciliarse era el Congreso.
Felizmente, el sentido común y las convicciones de unos y otros nos devolvieron la esperanza a través de ¡una simple carta!.
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